jueves, 25 de agosto de 2011

El Metodo Gabriel: Adelgaza sin Dietas

INTRODUCCIÓN
Mi propia transformación
El Método Gabriel es un sistema,
nuevo y revolucionario, SIN DIETAS,
para ponerte en forma, haciendo que tu cuerpo
quiera estar delgado.
Recuerdo claramente el momento que cambió mi vida para siempre. Fue en agosto de 2001. Pesaba 186 kilos. En los doce años
anteriores había engordado más de 90 kilos.
Acababa de tomar la salida de Paramus/River Edge, en la carretera 4, en Nueva Jersey. Mientras salía, una idea me golpeó
como si fuera un rayo: «Mi cuerpo quiere estar gordo y, mientras quiera estar gordo, no hay nada que yo pueda hacer para
perder peso». Me metí en la calle lateral más cercana y me quedé
allí, sentado en el coche.
No pude pensar en nada más durante los siguiente veinte minutos.
A lo largo de los doce años en los que aumenté 90 kilos, lo
probé todo para perder peso, incluyendo todas las dietas habidas y por haber, desde dietas bajas en grasas hasta dietas bajas en
carbohidratos y todo lo que hay entre las dos. Pasé tiempo en el
instituto Nathan Pritikin, de California y con el mismísimo doctor Atkins, ahora fallecido, en Nueva York.
Me gasté más de tres mil dólares con el doctor Atkins y, al final, lo mejor que hizo fue chillarme por estar tan gordo. También
gasté pequeñas fortunas en todas las curas holísticas concebibles
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y todos los tratamientos alternativos para la salud disponibles.
No importaba lo que hiciera, mi cuerpo continuaba aumentando
de peso.
Todas las dietas o programas que emprendía seguían, exactamente, el mismo modelo. Empezaban obligándome a contar algo
—calorías, grasas, carbohidratos, sal, lo que fuera— y me daban
una lista de lo que no podía comer. Seguía la dieta al pie de la
letra. Por lo general, al principio, perdía peso rápidamente, pero
luego el ritmo de pérdida de peso empezaba a hacerse más lento. Finalmente, dejaba de adelgazar por completo. Llegado a ese
punto, hacía dieta, no para perder peso sino simplemente para
mantener el que ya tenía.
Durante todo el tiempo, mis ansias de la comida que no me
estaba permitida aumentaban. Desalentado y con el ánimo por los
suelos, había veces en que estaba demasiado agotado para seguir
luchando contra mis deseos y me daba una tremenda comilona.
Recuperaba en cuestión de días el peso que me había costado un
mes o más perder. Unas semanas después pesaba, invariablemente, entre cinco y siete kilos más que al empezar la dieta.
No importaba lo que hiciera para perder peso, mi cuerpo luchaba contra mí con uñas y dientes, y al final siempre ganaba.
Después de años de darme de cabeza contra la pared y tratar de
obligarme a perder peso, tuve que admitir que, mientras mi cuerpo quisiera estar gordo, no había nada que hacer.
A partir del momento en que me di cuenta de esto, renuncié
para siempre a hacer dieta. Decidí que, en lugar de obligarme a
perder peso contra la voluntad de mi cuerpo, intentaría averiguar por qué mi cuerpo quería estar gordo.
Así que inicié la búsqueda de respuestas reales. Pasé horas
cada día aprendiendo todo lo que pude de bioquímica, nutrición, neurobiología y psicología. En la década de 1980 asistí a
The Wharton School of Business, en la Universidad de Pensilvania. Mientras estaba en Wharton, empecé a interesarme mucho
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por la bioquímica e hice toda una serie de cursos de biología.
También hice un año de investigación sobre la síntesis del colesterol con el doctor José Rabinowitz, en el hospital para Veteranos de Filadelfia. Esto me dio una base lo bastante sólida en bioquímica para comprender todos los estudios actuales sobre la
obesidad.
Me leía veinte o treinta informes de investigación al día y, después de haber leído varios cientos —tal vez un millar—, no tardé
en convertirme en experto en las más avanzadas investigaciones
sobre la química de la obesidad y la pérdida de peso. También
estudié meditación, hipnosis, programación neurolingüística,
psicolingüística, Terapia del Campo del Pensamiento (TFT son
sus siglas en inglés), tai chi, chi kung, y el campo de la investigación de la conciencia. Incluso estudié física cuántica. Estaba convencido de que las respuestas estaban en algún lugar, en el espacio que separa la mente del cuerpo.
Pero sobre todo, empecé a estudiar mi propio cuerpo. Dejé
de verlo como el enemigo que se negaba a escucharme. Comprendí que el problema no era mi cuerpo, sino que yo no entendía cómo hacerlo funcionar. Desde ese momento, empecé a
prestarle muchísima atención. También dejé de imponerme a
él y obligarlo a hacer algo en contra de su voluntad. Por el contrario, me dediqué a estudiarlo y, como resultado, comencé a
aprender de él.
Como era un estudiante receptivo, mi cuerpo llegó a ser un
maestro muy eficaz. Me enseñó por qué quería estar gordo y qué
tendría que hacer yo para que él quisiera estar delgado.
En cuanto comprendí que había razones para que mi cuerpo
quisiera estar gordo, dejé de hacer dieta. ¿Qué sentido tenía, si la
dieta no iba a solucionar el problema? Más tarde averigüé que
las dietas no sólo no dan resultado, sino que si tu cuerpo ya quiere estar gordo, lo único que conseguirán será hacer que quiera
estar más gordo.
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Renunciar a las dietas para siempre fue lo más grande y liberador que he hecho nunca.
Detestaba hacer dieta.
Detestaba estar tan obsesionado con la comida y tratar cada
señal de hambre como una batalla que tenía que librar. Detestaba
clasificar cada día según lo bien que me había portado: «¡Sí, hoy
he sido bueno!» O, en un mal día: «Vale, hoy esto va mal, pues ve
a por todas. Vete a la tienda y compra todos los pasteles, galletas,
bizcochos de chocolate y todos los sabores de helado que haya.
No, chocolate no. Tiene demasiadas calorías. Coge ése que no
tiene grasas; el de vainilla con plátano. Y ya que estás, podrías
probar también el de fruta de la pasión y el de melocotón. ¡Bah, a
la mierda! Ya que vas a comprar todo eso, igual puedes comprar
un helado de verdad, con chocolate, nueces, bizcocho y dulce de
leche, en tamaño doble. Pero no te lleves sólo ése, porque un día
es un día y, puestos a hacer, también podrías comprar el otro que
hace mucho tiempo que te mueres de ganas de probar».
La dieta y el atracón eran mi manera de vivir, pero cuando
comprendí la situación, renuncié a todo eso. Lo abandoné y dejé
de tener días buenos y días malos; dejé de tratar cada punzada de
hambre como una batalla. Si tenía hambre, comía, y si no tenía
hambre, no comía. Si quería algo con el doble de lo que fuera, lo
tomaba. Daba un bocado o dos o diez o me lo comía todo. Como
ya no llevaba la cuenta, me daba igual. También vi que muchas
otras personas no cuentan lo que comen. No prestan atención y,
sin embargo, nunca aumentan ni medio kilo. Yo digo que son
«naturalmente delgados».
Como es natural, los delgados no tienen una relación disfuncional con la comida. No tienen días buenos y días malos. No hay
cosas que no puedan comer. Comen lo que quieren, siempre que
quieren. No se preocupan por lo que es mejor para ellos. No les
importa. Sencillamente, comen cuando tienen hambre y ya está...
Final de la historia.
Así que empecé a vivir de esta manera. Empecé a vivir como
si fuera una persona naturalmente delgada; comía lo que quería, siempre que quería, pero con una diferencia: me aseguraba
de incorporar ciertos alimentos que sabía que contenían los nutrientes que mi cuerpo necesitaba, en una forma que pudiera digerir y asimilar.
Al principio, los alimentos que ansiaba eran los mismos. Seguía tomando un montón de comida basura como efecto de rebote por haberme negado tantas cosas, tanto tiempo. No obstante, esto cambió gradualmente, y empecé a desear no sólo menos
cantidad de comida, sino también alimentos más sanos. Ahora,
si mi cuerpo tiene hambre, la tiene por alguna razón. La clase de
alimentos que mi cuerpo ansía son frutos frescos y ricas ensaladas, llenas de color. La comida que antes veía como una tarea
pesada o un castigo, ahora me sabe más rica que todo lo que comí
en mis quince años de caprichos y de una vida de excesos, en
Nueva York.
Mis gustos se han transformado por completo. La mayoría de
lo que ansiaba no era realmente comida. No era más que azúcar
y sabores artificiales. Prácticamente, lo único que me metía en el
cuerpo eran calorías vacías. Es decir, en realidad, una de las razones de que siempre tuviera hambre era que me moría de hambre
de nutrientes.
Estaba matando de hambre a mi cuerpo. Como no podía utilizar lo que yo comía, no estaba satisfecho y seguía sintiendo
hambre. Por mucho que yo comiera, mi cuerpo no recibía nutrición, porque en lo que yo comía, no había nada que lo nutriera.
Imagina que sólo alimentas a un bebé con soda. Esto es lo que se
me ocurre cuando pienso en aquel periodo de mi vida.
El bebé necesitaba leche materna y yo le daba cola. ¿Qué otra
cosa podía hacer sino llorar y llorar? Tenía que hacer algo. Tenía
que pedir más de lo que yo le estuviera dando; era su única opción. Aunque pesaba más de ciento ochenta kilos y aunque había
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días en que ingería más de cinco mil calorías, a pesar de todo me
estaba muriendo de hambre, nutricionalmente hablando.
Mi cuerpo estaba en un modo de hambre perpetua, pese a un
suministro, al parecer infinito, de comida vacía de nutrientes, y
pese a cargar con comida de reserva, en forma de grasas, en exceso, suficiente para durarme las tres vidas siguientes.
Y no era sólo mi cuerpo el que pasaba hambre. Mataba de
hambre todos los aspectos de mi vida. Me estaba sometiendo a
una hambruna mental, emocional y espiritualmente. No escuchaba ni seguía lo que me decía el corazón. Vivía de acuerdo a
una idea preconcebida de cómo se suponía que tenía que ser mi
vida. El corazón me decía que siguiera una dirección del todo
diferente, y yo no lo escuchaba. Por el contrario, constantemente trataba de protegerme contra todos los cambios que el corazón
me pedía que hiciera. Como resultado, mi alma se estaba muriendo de hambre, porque me privaba de las experiencias que mi
alma quería tener en esta vida.
Me pasaba todo el tiempo trabajando en el interior de un edificio, en la ciudad de Nueva York, cuando lo que yo quería era
estar en medio de una naturaleza limpia y sin estropear. Estaba atascado en un despacho, de las nueve a las cinco, cinco días
a la semana y, durante la mayor parte del día, sólo veía luz fluorescente, olía moquetas industriales y oía los mismos bips, timbrazos y arengas de venta que llevaba oyendo, cada día, desde
hacía quince años. No me moría de hambre por falta de nutrientes, me moría por falta de vida.
En lo más profundo de mi corazón, quería estar en otro lugar.
Pero, ¿qué podía hacer? Ganaba dos o tres veces más, como
agente de bolsa, que en cualquier otra cosa que pudiera hacer.
Además, necesitaba el dinero, porque tenía tres hipotecas, dos
coches en leasing, y trece tarjetas de crédito que estaban casi al
límite. Estaba encerrado en la oficina, encadenado a mis compromisos y obligaciones económicas con lo que, en los negocios,
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llamamos «esposas de oro». Estaba encerrado bajo llave en mi
vida, y no iba a poder liberarme fácilmente.
Pero, por fin, cuando empecé a escuchar atentamente a mi
cuerpo, fui capaz de oír mi corazón. Por vez primera podía oír
que mi corazón me decía que me estaba ahogando. Pero, como
no tenía ningún plan en mente, lo único que podía hacer era escuchar y soñar.
Aunque no tenía ni el valor ni la fuerza para cambiarla, mi
vida estaba destinada a cambiar de manera radical.
Un mes después de haberlo comprendido, estaba previsto que
volara a San Francisco para lo que podía acabar siendo una de
las reuniones de negocios más importantes de mi vida. Me iba a
reunir con una importante compañía de agentes de bolsa para
discutir la posibilidad de que compraran la empresa que yo había construido. Era un día que podía cambiarme la vida para
siempre. La reunión encerraba el potencial de convertir todos mis
sueños en realidad.
Siempre que volaba a San Francisco, elegía un vuelo directo desde el aeropuerto Newark. No obstante, en esta ocasión en
particular, mi socio decidió ahorrar 150 dólares y me compró un
billete en un vuelo más barato, pero mucho más incómodo, que
salía por la tarde del aeropuerto de La Guardia, en Nueva York.
No me entusiasmaba precisamente la idea de tener que soportar
dos horas de tráfico para llegar a La Guardia, gastar 300 dólares
en aparcamiento y aguantar una espera de dos horas en Cincinnati sólo para ahorrar 150 dólares. Normalmente, habría tomado medidas al respecto, pero algo me decía que lo dejara estar, y
eso es lo que hice.
Al final, no llegué a coger aquel vuelo, porque cerraron el
aeropuerto el 11 de septiembre de 2001, así que nunca volé a San
Francisco para aquella reunión de negocios. Pero el vuelo que, al
principio, yo tenía intención de coger era el 93 de United Airlines,
ya en el aire cuando el primer avión se estrelló contra el World
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Trade Center. Los pasajeros del vuelo 93 tuvieron tiempo de enterarse. Tuvieron tiempo de llamar a sus cónyuges, desde sus
móviles, para decirles lo mucho que los querían y lo importantes
que eran para ellos, antes de tomar el control de la situación y
obligar a los secuestradores a estrellar el avión en un campo de
Pensilvania. No hubo supervivientes.
Si hubiera cogido el vuelo 93, habría dejado atrás un cuerpo
de 180 kilos, después de haber pasado toda mi vida adulta en
unas oficinas, bajo unas luces fluorescentes que me desvitalizaban y marchitaban, mientras oía los mismos bips, timbrazos y
arengas de ventas.
Aquél habría sido mi sino, pero por la gracia de Dios, me ofrecieron una segunda oportunidad. Dos semanas más tarde, llegué
a mi despacho, dispuesto a vivir un gran día, dispuesto a abrazar,
de verdad, mi vida y sacarle el máximo partido... para encontrarme con que mi empresa había cerrado.
La firma de agentes de bolsa que llevaba todas nuestras cuentas
se había hundido debido a la violenta reacción de los mercados
bursátiles provocada por el 11-S. Habían perdido 80 millones de
dólares de la noche a la mañana. Como resultado, nuestros activos y los de nuestros clientes habían quedado congelados. Ni un
solo cliente podía transferir dinero desde su cuenta ni hacer ningún tipo de negocio durante tres semanas. En el momento en que
pudieron sacar el dinero, lo hicieron. Fue el fin de mi empresa.
La compañía que tanto había luchado para crear —con innumerables sacrificios, peleas y problemas— se había desvanecido
en un instante. Me quedé sentado a mi mesa, estupefacto. Incapaz de hacer nada más; contemplaba fijamente la pantalla de mi
ordenador, con la mente en blanco, hasta que, de repente, caí en
la cuenta.
Había salvado la vida una segunda vez.
En aquel momento, sentí un abrumador deseo de convertir
mis verdaderos sueños en realidad, así que hice lo que deseaba en

El Metodo Gabriel: Adelgaza sin Dietas

INTRODUCCIÓN
Mi propia transformación
El Método Gabriel es un sistema,
nuevo y revolucionario, SIN DIETAS,
para ponerte en forma, haciendo que tu cuerpo
quiera estar delgado.
Recuerdo claramente el momento que cambió mi vida para siempre. Fue en agosto de 2001. Pesaba 186 kilos. En los doce años
anteriores había engordado más de 90 kilos.
Acababa de tomar la salida de Paramus/River Edge, en la carretera 4, en Nueva Jersey. Mientras salía, una idea me golpeó
como si fuera un rayo: «Mi cuerpo quiere estar gordo y, mientras quiera estar gordo, no hay nada que yo pueda hacer para
perder peso». Me metí en la calle lateral más cercana y me quedé
allí, sentado en el coche.
No pude pensar en nada más durante los siguiente veinte minutos.
A lo largo de los doce años en los que aumenté 90 kilos, lo
probé todo para perder peso, incluyendo todas las dietas habidas y por haber, desde dietas bajas en grasas hasta dietas bajas en
carbohidratos y todo lo que hay entre las dos. Pasé tiempo en el
instituto Nathan Pritikin, de California y con el mismísimo doctor Atkins, ahora fallecido, en Nueva York.
Me gasté más de tres mil dólares con el doctor Atkins y, al final, lo mejor que hizo fue chillarme por estar tan gordo. También
gasté pequeñas fortunas en todas las curas holísticas concebibles
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y todos los tratamientos alternativos para la salud disponibles.
No importaba lo que hiciera, mi cuerpo continuaba aumentando
de peso.
Todas las dietas o programas que emprendía seguían, exactamente, el mismo modelo. Empezaban obligándome a contar algo
—calorías, grasas, carbohidratos, sal, lo que fuera— y me daban
una lista de lo que no podía comer. Seguía la dieta al pie de la
letra. Por lo general, al principio, perdía peso rápidamente, pero
luego el ritmo de pérdida de peso empezaba a hacerse más lento. Finalmente, dejaba de adelgazar por completo. Llegado a ese
punto, hacía dieta, no para perder peso sino simplemente para
mantener el que ya tenía.
Durante todo el tiempo, mis ansias de la comida que no me
estaba permitida aumentaban. Desalentado y con el ánimo por los
suelos, había veces en que estaba demasiado agotado para seguir
luchando contra mis deseos y me daba una tremenda comilona.
Recuperaba en cuestión de días el peso que me había costado un
mes o más perder. Unas semanas después pesaba, invariablemente, entre cinco y siete kilos más que al empezar la dieta.
No importaba lo que hiciera para perder peso, mi cuerpo luchaba contra mí con uñas y dientes, y al final siempre ganaba.
Después de años de darme de cabeza contra la pared y tratar de
obligarme a perder peso, tuve que admitir que, mientras mi cuerpo quisiera estar gordo, no había nada que hacer.
A partir del momento en que me di cuenta de esto, renuncié
para siempre a hacer dieta. Decidí que, en lugar de obligarme a
perder peso contra la voluntad de mi cuerpo, intentaría averiguar por qué mi cuerpo quería estar gordo.
Así que inicié la búsqueda de respuestas reales. Pasé horas
cada día aprendiendo todo lo que pude de bioquímica, nutrición, neurobiología y psicología. En la década de 1980 asistí a
The Wharton School of Business, en la Universidad de Pensilvania. Mientras estaba en Wharton, empecé a interesarme mucho
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por la bioquímica e hice toda una serie de cursos de biología.
También hice un año de investigación sobre la síntesis del colesterol con el doctor José Rabinowitz, en el hospital para Veteranos de Filadelfia. Esto me dio una base lo bastante sólida en bioquímica para comprender todos los estudios actuales sobre la
obesidad.
Me leía veinte o treinta informes de investigación al día y, después de haber leído varios cientos —tal vez un millar—, no tardé
en convertirme en experto en las más avanzadas investigaciones
sobre la química de la obesidad y la pérdida de peso. También
estudié meditación, hipnosis, programación neurolingüística,
psicolingüística, Terapia del Campo del Pensamiento (TFT son
sus siglas en inglés), tai chi, chi kung, y el campo de la investigación de la conciencia. Incluso estudié física cuántica. Estaba convencido de que las respuestas estaban en algún lugar, en el espacio que separa la mente del cuerpo.
Pero sobre todo, empecé a estudiar mi propio cuerpo. Dejé
de verlo como el enemigo que se negaba a escucharme. Comprendí que el problema no era mi cuerpo, sino que yo no entendía cómo hacerlo funcionar. Desde ese momento, empecé a
prestarle muchísima atención. También dejé de imponerme a
él y obligarlo a hacer algo en contra de su voluntad. Por el contrario, me dediqué a estudiarlo y, como resultado, comencé a
aprender de él.
Como era un estudiante receptivo, mi cuerpo llegó a ser un
maestro muy eficaz. Me enseñó por qué quería estar gordo y qué
tendría que hacer yo para que él quisiera estar delgado.
En cuanto comprendí que había razones para que mi cuerpo
quisiera estar gordo, dejé de hacer dieta. ¿Qué sentido tenía, si la
dieta no iba a solucionar el problema? Más tarde averigüé que
las dietas no sólo no dan resultado, sino que si tu cuerpo ya quiere estar gordo, lo único que conseguirán será hacer que quiera
estar más gordo.
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Renunciar a las dietas para siempre fue lo más grande y liberador que he hecho nunca.
Detestaba hacer dieta.
Detestaba estar tan obsesionado con la comida y tratar cada
señal de hambre como una batalla que tenía que librar. Detestaba
clasificar cada día según lo bien que me había portado: «¡Sí, hoy
he sido bueno!» O, en un mal día: «Vale, hoy esto va mal, pues ve
a por todas. Vete a la tienda y compra todos los pasteles, galletas,
bizcochos de chocolate y todos los sabores de helado que haya.
No, chocolate no. Tiene demasiadas calorías. Coge ése que no
tiene grasas; el de vainilla con plátano. Y ya que estás, podrías
probar también el de fruta de la pasión y el de melocotón. ¡Bah, a
la mierda! Ya que vas a comprar todo eso, igual puedes comprar
un helado de verdad, con chocolate, nueces, bizcocho y dulce de
leche, en tamaño doble. Pero no te lleves sólo ése, porque un día
es un día y, puestos a hacer, también podrías comprar el otro que
hace mucho tiempo que te mueres de ganas de probar».
La dieta y el atracón eran mi manera de vivir, pero cuando
comprendí la situación, renuncié a todo eso. Lo abandoné y dejé
de tener días buenos y días malos; dejé de tratar cada punzada de
hambre como una batalla. Si tenía hambre, comía, y si no tenía
hambre, no comía. Si quería algo con el doble de lo que fuera, lo
tomaba. Daba un bocado o dos o diez o me lo comía todo. Como
ya no llevaba la cuenta, me daba igual. También vi que muchas
otras personas no cuentan lo que comen. No prestan atención y,
sin embargo, nunca aumentan ni medio kilo. Yo digo que son
«naturalmente delgados».
Como es natural, los delgados no tienen una relación disfuncional con la comida. No tienen días buenos y días malos. No hay
cosas que no puedan comer. Comen lo que quieren, siempre que
quieren. No se preocupan por lo que es mejor para ellos. No les
importa. Sencillamente, comen cuando tienen hambre y ya está...
Final de la historia.

Bajar de Peso: Jon Gabriel en la Tele

Dietas para bajar de peso: El Método Gabriel

Pescado, Verdura y Fruta

Es importante comer lo que te conviene.
Vivir en tranquilidad
Ser muy paciente
Y comer poco
Sobre todo no cenar

Dietas: Comer por la Noche

Perder Peso: Obesidad Mental

Las Creencias Adecuadas: Visualiza lo que quieres

Un reciente trabajo indica que las mujeres y los hombres tienen distintas actitudes y creencias en el tema del sobrepeso. Saber cuáles son los principales errores puede ayudarnos a evitarlos.

La doctora Rosa María Ortega, profesora de Nutrición de la Universidad Complutense de Madrid, ha dirigido el estudio "Preocupaciones, percepciones y hábitos en relación con el control de peso corporal en diversas poblaciones españolas". Contiene interesantes conclusiones.



Las mujeres suelen ser las encargadas de hacer la compra, diseñar el menú de la familia y preparar la comida. Además, se informan más sobre temas de salud y mantienen una relación más fluida con el médico. Sin embargo, paradójicamente, a la hora de adelgazar, incurren en mayores errores que ellos.

En primer lugar, es la estética, y no la salud, la principal motivación de las mujeres a la hora de controlar su peso. Sin embargo, para los hombres, es precisamente la salud lo que más les mueve a vigilar la báscula. Además, las mujeres se guían frecuentemente por fuentes inadecuadas a la hora de afrontar una dieta de adelgazamiento: aunque consultan con el médico más que los hombres, recurren mucho más que ellos a las dietas milagro publicadas en revistas o siguiendo el consejo de amigas.

Probablemente debido a ese error a la hora de buscar información, las mujeres sostienen frecuentemente creencias erróneas acerca del sobrepeso. Por ejemplo, consideran a los hidratos de carbono como el principal enemigo, cuando en realidad deberían suponer entre el 55 y el 60 % de la ingesta calórica. También creen que todas las grasas son igual de perjudiciales, que el pan es más peligroso que la bollería o que conviene disociar la alimentación para adelgazar más deprisa. Por supuesto que estas creencias son erróneas.

Podemos recordar aquí algunos conceptos correctos acerca de este tema tan controvertido. Así, se debe limitar el consumo de fritos y grasas, y evitar el "picoteo". Lo importante no es la pérdida brusca de peso, sino un cambio de costumbres que permita reducir el peso de una forma lenta pero segura y, sobre todo, que nos permita mantenerlo de forma indefinida.

La dieta debe ser variada, respetando un adecuado equilibrio entre hidratos, grasas y proteínas. Debe abundar en pescado, legumbres, huevos, cereales, frutas y verduras. Evitar fritos y optar por alimentos cocidos y a la plancha. Y recurrir al agua como bebida.

También es muy importante consultar con el médico antes de comenzar una dieta de adelgazamiento. Esto nos permitirá, además de reducir nuestro peso, hacerlo sin perjudicar nuestra salud. Y eso, probablemente, es lo más importante.

sábado, 13 de agosto de 2011

Comidas para La Gota


ALIMENTOS PERMITIDOS
(A diario) A LIMITAR
(Máximo 2-3 veces por semana) NO PERMITIDOS
(Desaconsejados)
CARNES Y HUEVOS Pollo, pavo, ternera y en general carnes con poca grasa. Huevos. Los que no figuran en los otros apartados Vísceras (hígado, corazón, riñones, sesos, mollejas, lengua) y carnes grasas (cerdo, cordero)
EMBUTIDOS Embutido de pavo y pollo Jamón Todos los embutidos grasos
PESCADO, MARISCOS Lenguado, gallo, merluza (pescado blanco), bacalao Pescado azul (sardinas, anchoas, boquerones), salmón, rodaballo Huevas de pescado, gambas, langostinos, cangrejo, mariscos
SOPAS Y SALSAS Caldos de verduras, consomés de carne poco grasos Mayonesa, ajoaceite Caldos de carne grasos, extractos de carne, caldo de cubitos, salsas a base de mantequilla
ACEITES Y GRASAS SÓLIDAS Preferentemente aceite de olive. Aceite de semillas (girasol, maíz) Manteca de cerdo, sebo, tocino, nata
VERDURAS, FRUTAS, LEGUMBRES Todo tipo de verduras, ensaladas y frutas, except los indicados a continuación. Espárragos, champiñones, setas, puerros, rábanos, espinacas, coliflor, guisantes, habas, tomates, legumbres
LÁCTEOS Leche desnatada, yogur y quesos no grasos Leche entera, natillas, cuajada Quesos grasos
CEREALES Harina, arroz, sémola, pastas alimenticias, germen de trigo y salvado, patatas, pan y galletas integrales Tartas, hojaldres, pastelería y bollería industrial
AZÚCAR Y DULCES Si hay sobrepeso: edulcorantes Azúcar refinado, miel, fructose, chocolate
FRUTOS SECOS Pueden consumirse crudos salvo los cacahuetes Cacahuetes, frutos secos fritos
BEBIDAS Té, café, infusions, zumos naturales, agua mineral Alcohol en todas sus graduaciones
ESPECIAS, CONDIMENTOS Todos